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lunes, 30 de agosto de 2010

Luang Prabang, el otro secreto del Mekong



La llegada ha sido digna para el lugar. Un pequeño barco bajando por el Mekong, un salto y una larga escalinata que nos dice lo que sube el río cuando el monzón descarga sus aguas después de unos días de calor insoportable. Mientras que buscamos un hotel, incrementa la sensación de haber llegado a un lugar distinto. El naranja de los hábitos de los monjes budistas pone el color de fondo en un viaje a una de las ciudades más fascinantes del sudeste asiático. Luang Prabang es la antigua capital de Laos, situada a la orilla de dos ríos, el Mekong y el Nam Khan, una ciudad que poco a poco despierta al mundo exterior para mostrar sus tesoros tanto tiempo dormidos.

Luang Prabang empieza a aparecer en distintas rutas turísticas, pero hay que tener algo de aventurero para poder disfrutar con intensidad de lo que nos vamos a encontrar. La ciudad no es grande y está rodeada de campo, lo que la hace perfecta para andar o recorrer en bicicleta. Desde un puente del río Nam Khan se pueden ver los arrozales donde campesinos calados con el típico sombrero cónico van sosteniendo el cayado que tira un búfalo de agua. En las horas de más calor, hay una paz y un silencio en el aire que hacen que el largo viaje haya merecido la pena.

Al llegar la noche el campo descansa y la ciudad revive, en sitios como el mercado nocturno que tiene todo el encanto de otros mercados de este estilo pero sin los suvenires baratos traídos de china. En sus puestos hay pañuelos de seda, batiks, artesanía de madera y mimbre, bisutería etc. La mercancía refleja la tenue luz de unos farolillos que iluminan mientras los vendedores, que no tienen todavía mucho arte en eso de comerciar, miran de reojo al turista por si acaso. La ciudad tiene unos horarios que parecen hechos para evitar el calor. La comida carga de olores los callejones y algún que otro niño se queda dormido mientras que su madre cierra el precio de unos pendientes de plata a un turista alemán. Un tuk-tuk, la obligada negociación y el regreso al hotel.

Entre fieles y turistas

La noche deja paso al día y hay que despertarse temprano para asistir a la ceremonia de las dádivas. Cada mañana en un lugar o en varios de Luang Prabang, los monjes pasan en fila ante los fieles y los turistas para pedir limosna, que consiste en algo de comida, arroz glutinoso, galletas, frutas. Es esta comida de la que viven los monjes, que sólo comen dos veces al día. Hasta la manera de sentarse tiene su ceremonia, por ejemplo hay que estar descalzo, las mujeres sentadas y los hombres de pie, y por supuesto no se debe hablar con los monjes durante la ceremonia.

El naranja intenso de los hábitos que lucen los monjes budistas pone el color de fondo a este apasionante viaje.

La gastronomía de Laos no es tan aromática y exquisita como la tailandesa, pero tiene muchas cosas en común, sobre todo, por el uso de hierbas y condimentos. Uno se sienta a la mesa con cierta aprensión pero va desapareciendo al ritmo de los platos que se ponen en la mesa. Como en la mayoría de los países asiáticos, no hay un primero y un segundo; todo aparece a la vez. Las hojas de banano sirven igual de plato que de recipiente para cocinar. Al abrir el paquete se escapan los aromas que lo inundan todo, un pescado del río hervido lleno de sabor o unos trozos de carne a la barbacoa. Si hay suerte, la carne puede incluir búfalo de agua. Todo con arroz, siempre presente. Aunque en la mesa haya cubiertos, hay que seguir la costumbre y comer con las manos.

Aprovechando que uno ha madrugado para lo de la limosna se puede hacer una caminata urbana hasta la montaña sagrada Poushi, para subirla, un camino de más de 300 escalones, penitencia para el cuerpo que a medida que sube va dejando atrás muchas preocupaciones y algún que otro kilo. Desde la cima, la vista quita la poca respiración que nos queda después del esfuerzo, y la ciudad se extiende ante el viajero con sus tejados dorados de los templos y monasterios.
El Palacio Real

Hay más de 30 templos o Wat como se les llama aquí, y su riqueza reside más en quienes los habitan que en su espectacular arquitectura o sus estatuas. Muchos de los novicios entran en el monasterio cuando son aún muy jóvenes. A veces porque las familias no pueden mantenerlos, otras porque quieren que tengan una buena educación. Rápidamente se adaptan a una vida que para un occidental parece un tanto aburrida, pero para ellos es la felicidad. Los monjes y novicios comen dos veces al día, apenas duermen y se pasan el resto del día en meditación o recitando cantos. Su vida es incompatible con el facebook y el último modelo de móvil. Al abandonar uno de estos templos resuenan en la mente las palabras de buda: «No recuerdes el pasado, no sueñes con el futuro y concentra tu pensamiento en el presente».

Las dependencias de las numerosos templos son una especie de caos arquitectónico que invitan a la relajación.

Hay templos de visita obligada: Wat Pha Phoutthabat, Wat Pa Phai o Wat Xieng Thong... Al final, el nombre es casi lo de menos. El alma de estos lugares está en sus ornamentos, en sus monjes y en esa delicada decadencia de los lugares que tienen una energía especial. Sus edificaciones y sus dependencias son una especie de caos arquitectónico que invitan a la relajación. Los amantes del lujo también tienen su sitio. Estamos ante el Palacio Real, construido en la época francesa en 1904, donde vivieron los miembros de la Casa Real hasta 1975, cuando fueron exiliados por el régimen comunista. El palacio aloja el Museo Nacional, lleno de sorpresas, trajes reales, muebles de art déco, estatuas, joyas... Los misterios sobre la Casa Real también tienen sitio.

El apartado shopping también es importante. Tenemos algunas de las tiendas más importantes en Sakkarine Road. En las tiendas se venden muebles, sedas, objetos de decoración y una infinita colección de cosas inútiles. La única ventaja es que las piezas grandes te las mandan a casa por un precio razonable para no tener que cargar con ellas en el avión. Además, todavía nos queda mucho recorrido por el Mekong.

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